3.11.04

Capítulo III

Fue precisamente con Pereira con quien me hallaba yo hacia octubre de 1994 cuando mi exprofesor de Literatura del Siglo de Oro me llamó por teléfono. El profesor Nájera había descubierto mis inclinaciones bibliófilas cuando nos sugirió, como trabajo para subir nota, que redactáramos la descripción técnica de un libro del siglo XVII. Yo, que sabía ya algo del tema por haber leído descripciones tales en los catálogos de las librerías, pedí consejo a Mateo Isidro, un vecino que estudiaba Biblioteconomía en la Carlos III.

—Mira, si quieres te ayudo, pero no deberías comerte el tarro. El libro de referencia que os ha comentado es muy sencillo, y no añade mucho a lo que ya tienes ahí en tus apuntes. Te sugiero que describas algún libro a partir de un facsímil que haya en la biblioteca de tu facultad, porque así tu profesor podrá comprobar la veracidad de tu descripción.

En aquella ocasión yo desoí el consejo de mi vecino, redacté la descripción de un libro que estaba en manos del "buitre" Martínez (una compilación normativa de la Orden de Calatrava) y a continuación esperé el resultado. Efectivamente, mi profesor me llamó a su despacho y, después de decirme que había estado preguntándose si no había tomado la descripción del Palau, se interesó por mi afición, aunque me dijo que debía cultivarla con moderación "sin convertirme en uno de esos buitres que rondan la cuesta de Moyano." Me costó mantener la compostura.

Ahora, Nájera me llamaba para preguntarme si había oído hablar de la Edición del Lazarillo de Medina del Campo.
—¿Medina del Campo? ¿Me está tomando el pelo? Usted mismo nos dijo que las ediciones existentes eran la de Burgos, Amberes y Alcalá, de 1554.
—La historia de la literatura, como todas las ciencias históricas, se basa en los hechos conocidos, y siempre existe la posibilidad de encontrar nuevos datos que echen por tierra todo lo anterior. El caso es que, aunque todavía no se ha hecho público, deberías saber que el año pasado se encontró en Barcarrota un alijo de libros escondido en una pared falsa, y que uno de ellos es un Lazarillo que parece auténtico.
Vaya chasco. Un notición para el mundo de la bibliofilia y yo no me había enterado. La verdad es que llevaba bastantes meses sin leer los periódicos ni mirar la televisión, pero creía que Martínez, Pereira o incluso Isidro me habrían avisado de una noticia así. Nájera, de todas maneras, me había informado de que el asunto no había trascendido a los medios nacionales: sólo había sido publicado en algún periódico de provincias, y el bombazo informativo se estaba guardando a la espera de que la Junta de Extremadura llegase a un acuerdo con los propietarios para adquirirlo.
—Pues bien, del mismo modo que en Barcarrota han aparecido unos libros del siglo XVI que nadie esperaba, es posible que en otro lugar aparezcan. Me han escrito de Huelva ofreciéndome un ejemplar de un libro que no consigo identificar; he pedido unas fotografías de la portada y de diversas páginas y, en principio, parece auténtico. Estoy pendiente de que los propietarios vengan para hacerle unas pruebas con el equipo de un restaurador que conozco. Pero quiero que tú te hagas cargo de la parte documental. Quiero que registres todas y cada una de las revistas especializadas, en busca de noticias de este libro. Comprendo que eso consumirá mucho tiempo, pero los propietarios pagarán generosamente. Tienen intención de subastarlo en Mayo. O sea que tienes mucho tiempo.
—De acuerdo. ¿Qué límites de actuación establece? ¿incluyo revistas del siglo XIX? ¿revistas de asociaciones regionales? ¿catálogos de librerías de provincias? ¿extranjeras? ¿catálogos de bibliotecas?
—He dicho todas y cada una de las revistas. Créeme, si alguien ha vendido este libro en Lion en 1788, me gustaría saberlo. Hasta el momento, he comprobado las fuentes habituales, incluido el catálogo de la Biblioteca Columbina.
Para mi, que por "fuentes habituales" entendía exclusivamente el "Manual del librero hispanoamericano", es decir, el Palau, que alguien se tomara la molestia de examinar el catálogo de la Biblioteca Columbina me parecía un locura. Pero los retos son mi debilidad, así que decidí aceptar este, aunque luego me pesara.

Comenzó a pesarme el día que, hojeando el catálogo, muy reciente, de una librería soriana, encontré un libro de título muy parecido. Llamé a Soria y me dijeron que el libro ya no estaba disponible: lo habían vendido a un particular.
—¿Podrían darme su teléfono?
—Lo siento —contestó la voz del otro lado de la línea—. A nuestros clientes les gusta la privacidad, y no podemos hacer ninguna excepción al respecto.
Había que conseguir ver el libro de cualquier manera, así que lancé un órdago:
—¿Estaría su cliente interesado en una oferta? Represento a una persona muy interesada por adquirir ese ejemplar... Si es el que realmente cree. Busca un ejemplar que perteneció a su abuelo, que vivió en Soria hasta hace unos cincuenta años. ¿Había anotaciones al margen en la última página?
—Sí, creo recordar que las había.
Siempre hay anotaciones al margen en alguna página, y la última es quizá la más adecuada para probar una pluma.
—Bien, creo que es su ejemplar. Si consigue que el dueño se ponga en contacto conmigo, tendrá una gratificación. Y, por supuesto, una buena comisión en la operación si el ejemplar resulta ser el que buscamos. Pero eso ya se negociará luego.

A los quince días paseaba yo por Soria acompañado de Martínez, al que había pedido que asumiera el papel de representado. Martínez no sabía conducir, así que se apuntaba a cualquier viaje que yo le propusiera: el pequeño golf que conducía yo era suficiente para él, que se ahorraba un dineral en billetes de tren y autobús, pues tenía por costumbre no contribuir a los gastos de gasolina.
Habíamos quedado en una cafetería del Paseo del Espolón, junto a la Alameda de Cervantes. Yo había pedido dos cafés y unas yemas para llevar, que el Buitre abrió y devoró antes de que llegaran el librero y su cliente. Cuando estos llegaron, nos indicaron que nos acercáramos a un Opel Vectra aparcado en las proximidades. De él extrajeron un tomo que parecía haber sufrido toda clase de penalidades a lo largo de los años.

—Véalo. Es el "Atroces hechos de impios tyranos", por Ferdinando Cotiaria.
—Sí, sí, pero mire la última página. Mi abuelo siempre decía que en la última página aparecía caligrafiada la palabra "Castilla", seguida de un nombre de ciudad.
La última página reveló un nombre masculino y otro femenino, pero ningún nombre de ciudad, y desde luego no la palabra "Castilla". Así que Martínez asumió una expresión compungida y dijo, cariacontecido:
—No, éste no es. ¡Abuelo, qué dificultades nos pones para cumplir tu testamento!
Al oir aquello, los dos vendedores pensaron inmediatamente que estábamos buscando algún tipo de tesoro, así que rechazaron la gratificación que les ofrecimos ("por las molestias") y nos indicaron que nos informarían de cualquier libro de características similares que pasara por sus manos. Espero que la búsqueda no les haya hecho perder demasiado dinero, porque, como habrá deducido el discreto lector, tal libro no existe.



© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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