27.11.04

Capítulo XX

Hay realidades en este mundo que escapan a nuestra comprensión; siempre lo he dicho. Pero no se manifiestan en cualquier momento, ni ante cualquier persona. Aguardan, normalmente, al momento propicio, pues su paciencia no está limitada a la breve hora que disfrutan los mortales.
Dos días después de Yul, el veintitrés de diciembre, se manifestó ante mí por primera vez viernes, Felipe cayó enfermo de gripe. En sus delirios, debió de mencionar mi nombre, pues su madre, que siempre me había mirado con inquina, me llamó para que acudiera a su lecho. Así que seré yo, Francisco Sanchís, quien os cuente lo que ocurrió aquel oscuro día de diciembre.
Extrañado por la llamada, dejé mis labores habituales y me dirigí a la morada de Felipe, en un viejo edificio de la calle Alameda. Por aquella época todavía se alzaba junto a aquella calle el siniestro edificio neomudéjar de la Central Eléctrica del Mediodía, a través de cuyas ventanas se podían ver engranajes y polipastos que, dicen, servían a las labores de reparación de los generadores. Yo sé que mienten, pero no es este el momento ni el lugar en que deban revelarse sus ominosos secretos.
Subí con cuidado los angostos y oscuros escalones que me llevaban a la casa de Felipe, mientras sentía, alrededor de mi, una presencia maligna. Era la presencia que, sin duda, turbaba los sueños del durmiente, y no me abandonó mientras permanecí en aquel lugar contaminado por los espíritus de la noche.
Llamé a la alta puerta que daba paso a la puerta. Me condujeron a la alcoba del doliente. Su rostro se agitaba poseído por los delirios. Susurré su nombre. Entonces, abrió los ojos y me respondió. Hablaba como quien se abre paso, con su voz, a través del abismo de los mundos.
—Paco, ¿eres tú?
Asentí. Aguardaba impaciente que aquella voz me entregara su mensaje. Un mensaje en el que vi confirmadas todas mis sospechas. Como yo temía, uno de ellos estaba aquí. Él había podido contemplarlo, transfigurado, bajo la luz de las farolas y los carteles. Él tenía sus dudas. Yo no.
—Lo haré.

Cuando cesó su voz, salí a la calle y busqué a la cuadrilla de Antonio. Se trata de individuos de aspecto cetrino que ocultan hábilmente su desprecio hacia quienes se burlan de sus absurdas creencias. A ellos se han sumado, últimamente, sujetos de tez pálida que una vez escucharon, con la sorna propia del occidental, los relatos de los gitanos en una cabaña de los balcanes; pero que hoy prefieren rodear el tema cada vez que se les pregunta acerca de él. En ningún momento habría dudado de Antonio, ni de sus compinches más cercanos; sin embargo, si confié en Stjepan fue únicamente porque necesitaba que prestara a nuestra obra la ayuda que sólo sus vastos conocimientos de mitología —había sido catedrático de antropología en Zagreb— podían proporcionar.
Los reuní durante la tarde, y les expuse la horrible misión que debíamos acometer. Con rostros serios, aguardaron a que concluyeran mis palabras. Sabían que yo no osaría bromear sobre un asunto como aquel, y actuaron en consecuencia. Saldríamos en la noche para perseguir a aquell bestia que rondaba nuestros hogares. Pero, ¿qué armas podríamos emplear?
Stjepan nos refirió una costumbre de su país, ya en el olvido, que yo conocía a través de La Rama Dorada. Se trataba de un horrendo rito consistente en inmolar a una persona (pero no una persona: sólo su alma) para proteger, a través de los siglos, la paz de un edificio. De sus labios escuchamos una interpretación que ligaba aquella costumbre con el rito vampírico, y nos venía a decir que, para matar a quien se alimenta de las almas, hay que encontrar su alma escondida.
Mi cuerpo se estremeció al pensarlo. ¿Dónde podríamos hallar el ánima de aquel no-muerto? ¿No sería más sencillo seguir el método tradicional, fijar el corazón a la tumba mediante una estaca de madera, y separar cabeza y tronco? ¿Qué impío rito habríamos de consumar para acabar con aquel ser blasfemo, que se burlaba de las leyes naturales en que todos creíamos?
Nos dividimos en dos retenes. Montaríamos guardia toda la noche cerca de aquella esquina en que Felipe lo había visto. Stjepan estaba en mi grupo, y lo agradecí cuando vi pasar junto a mi aquella cara pálida cuyas orejas estaban horriblemente deformadas por la exposición a la luz solar. Por un momento pensé que se trataría de un sencillo caso de porfiria. Pero aquellas encías sanguinolentas y el grito que acabábamos de escuchar a la vuelta de la esquina no dejaban ninguna duda. "Las fieras del desierto se encontrarán con las hienas. El chivo salvaje gritará a su compañero. También Lilit hallará allí sosiego, y hallará reposo para sí."
Imploré al dios de mis antepasados para que diera fuerza a mis piernas para moverse hacia él, y deseé la ceguera que me evitara el tormento de contemplar aquellos ojos de cadáver que me observaban malignamente. Stjepan gritó en una lengua para mi desconocida, pero que tampoco poseía las cualidades de su serbocroata materno, y Tomás, ignorando cualquier precaución, saltó adelante y golpeó a aquel horror con un bate de béisbol en cuyo extremo inferior habíamos tenido la precaución de tallar una estaca. Así que, una vez el golpe hubo tumbado a la criatura, que en ningún caso esperaba hallar en sus oponentes la fuerza de voluntad necesaria para la lucha, clavamos su corazón a los adoquines de la calle y separamos la cabeza.
Mientras estábamos realizando aquella labor, una sombra cayó sobre nosotros. Era una mujer con una gran herida en el cuello, sin duda la víctima del vampiro, que había sido animada en un intento desesperado de éste. Tuvimos que cortarle el cuello y los brazos para que soltara a Tomás, y una vez decapitada siguió mirándonos con fiereza. Nunca en mi vida podré olvidar aquellos ojos... ni la voz suplicante con que Tomás nos rogó que también a él lo matáramos.

Y así es como conseguimos que el mundo siguiera soñando ese sueño que los necios llaman leyes naturales. O así debió ser, si la poesía no hubiera sido, hace siglos, desterrada de los caminos cotidianos.
Pero la vida, más prosaica, a veces no merece que la contemos.

© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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