29.11.04

Capítulo XXII

Al día siguiente ya estaba en mejores condiciones, aunque no pude salir de casa en todo el día. Pero aproveché para hacer un par de averiguaciones en mi base de datos y para comenzar los trabajillos navideños. Dios mío, ¿era necesario que el profesor de morfosintaxis nos obligara a comentar las Fazañas de Palenzuela? Aquella labor me parecía no sólo aburrida y agotadora, sino absurda.
En cuanto a la base de datos, encontré una referencia vaga al Arte Chímica en el comentario de un pequeño volumen esotérico publicado a comienzos del siglo XX en una editorial de folletones. Parece ser que el librito se anunciaba como recopilación de tratados varios, pero a mí me dio la impresión de que se trataba simplemente de un intento de aprovechamiento de la moda ocultista de finales del siglo XIX. Hablaba de alquimia como podría haber hablado de magnetismo.
La computadora hacía que me llorasen los ojos, así que me dediqué a hacer solitarios. Después, por la tarde, salí con mis padres hacia la casa de unos familiares que vivían en otro barrio de Madrid, y pasamos la nochebuena de forma convencional.
Solo que me hubiera gustado pasala en casa, para que Marta me hubiera podido felicitar las pascuas por teléfono.
El domingo, día de Navidad, visité con mis padres la Plaza Mayor. Se me hacía extraño hallarme allí, entre los puestos, y no sentir a mi lado la presencia de Marta. La echaba tanto de menos... Y sólo habían pasado un par de días.
Mis familiares nos devolvían la visita aquel día, y las labores de preparación necesarias (incluida la consiguiente búsqueda de la vajilla buena que hay en todas las casas) me ayudó a concentrarme, si no a alejar la tristeza. Colocamos los platos con perfección geométrica, nos pusimos ver la televisión y a leer el dominical del periódico, y, a eso de las tres menos cuarto, llegaron los invitados. La visita de mis familiares era siempre algo incómodo para mí, que no me acababa de hacer a los formalismos necesarios en ocasiones tales. Pero al final, siempre me lo pasaba bien porque me encantan las vagas disertaciones de sobremesa en que solemos tratar, cada uno a su manera, de arreglar el mundo. Así, comenzamos hablando de fútbol en los canapés; pasamos después a la mesa hablando de Bosnia, terminamos los entremeses con Mario Conde, servimos la sopa con Berlusconi, pasamos a los GAL al tiempo que comenzábamos a cortar el pollo trufado, y de postre hubo compota, piña en almíbar, turrones, polvorones y matanzas entre hutus y tutsis.
Así que hubimos de tomarnos un café bien cargado y unos licores (aunque yo me abstuve de servirme castellana, dado mi estado de salud todavía delicado) para poder digerir todo aquel maremágnum. La verdad es que no detenían a un banquero todos los días, pero, ¿qué ganábamos nosotros con ello?
El timbre del teléfono me hizo salir de la conversación. ¿Sería para mí? Me abalancé hacia el aparato, o eso me pareció, esperando escuchar la voz de mi chica. Pero se trataba de Emiliano Pereira, que todos los años, desde que éramos compañeros y compinches, me felicitaba.
—Felices Pascuas.
—¡Hombre, Pereira, qué tal! Igualmente.
—¿Tienes algún plan para la tarde?
—Pues depende de si nos animamos a ir al cine, ¿por qué?
—No, era para enseñarte una nueva adquisición. Esta mañana había un rastro tremendo...
—Coño, y yo que me lo he perdido.
—Bueno, pues que si quieres venir a verlo mañana...
—Pero, ¿me das alguna pista?
—Sólo te digo que es una primera edición y su autor es Inarco Celenio.
—Inarco Celenio... Ostia, no caigo...
—Anda, búscalo luego en el Alborg, en el tomo del dieciocho, o en un diccionario de literatura.
—Joder, macho, no me dejes así, que ya sabes que del dieciocho no tengo ni idea: ¿pero ese siglo existió? —Para nuestros profesores de Literatura de los siglos XVIII y XIX no, desde luego...
—Anda, búscalo luego en el Alborg, o mejor mírame en esa base de datos tuya a ver cuanto vale... Mañana nos vemos y me lo cuentas...
—Vale, macho. Oye, Felices Pascuas para toda la family..
—Igualmente. ¡Hasta luego!

Al final, fuimos al cine. No sabíamos qué ver y vimos una de presidiarios... "Cadena Perpetua", o algo parecido. El protagonista era un blanco preso por un crimen que no había cometido (eso dicen todos, claro) y conseguía que un negro (que quizá fuera Samuel L. Jackson, aunque no lo recuerdo muy bien) le ayudara a fugarse. Al final de la peli hubo algún comentario divertido acerca de lo conveniente que habría sido para cierto personaje ver la cinta y aprender un par de técnicas. Dejé a mis primos cerca del metro, pues aprovechaban para salir con sus respectivos amiguetes, y me encaminé a casa. Estaba deseando comprobar quién era ese Inarco Celenio del que me había hablado Emiliano.
Lo más cómodo habría sido encender la computadora directamente, pero me conocía el programa y sospechaba que no figuraría el nombre real de Inarco. Así que cogí el tomo III del Alborg (comprado en el rastro a buen precio) y busqué en el índice alfabético. Nada: ni por Celenio ni por Inarco. Cogí el manual de Glendinning publicado por Ariel y obtuve idéntico resultado. Miré el de Valbuena, con menos esperanzas, pues aunque lleno de erudición era un manual en un solo tomo. No aparecía por ninguna parte. Desistí de la búsqueda en manuales: tomé el diccionario de literatura de Planeta... y no lo vi. ¿Para qué quería un diccionario de literatura si no venía un apodo tan simple como Inarco Celenio? Encendí el ordenador, cargué la base de datos y busqué. ¡Hale Hop! Doce registros con Inarco Celenio como autor... Lo que vulneraba todas las reglas de la bibliografía, puesto que las obras publicadas bajo seudónimo deberían figurar bajo el nombre real del autor. Pero eso ya lo esperaba. Lo que dudaba era si sabría identificar al nombre del autor a partir de su obra... Pero, por lo menos, la obra estaría en el índice onomástico de Alborg.
Abrí uno de los registros al azar y miré el título. El sí de las niñas. No tuve que mirar el Alborg para saber que se trataba de Leandro Fernández de Moratín.
Ahora se trataba de leer precios. Me decepcionó ver que las princeps de Moratín se vendían por menos de diez mil pesetas. Comprobé en la base de datos los precios de las ediciones modernas (para lo cual tuve que escribir el nombre correcto) y vi que algunas superaban con creces el precio de una primera edición. A veces era difícil entender el mercado, pero así era. Le tendría que dar la triste noticia a Pereira.
Apagué el ordenador, cogí un buen libro y me metí en la cama. Hacía muchísimo tiempo que no me daba el gustazo de quedarme leyendo hasta las tantas de la noche, y ya era hora de retomar ese vicio. En mi mesilla descansaban, esperando su momento, Ubik, Tropas del Espacio, Babel 17 y Piratas de Venus. Lecturas propias de filólogo, como puede verse. Elegí a Rice Burroughs, porque, ¡qué demonios!, quería aventura y no ciencia. ¿A mí qué me importaba que en Venus no hubiera mares?
Unos cuantos cientos de páginas más allá, cerré el libro, apagué la luz y me dispuse a continuar en mis sueños las aventuras de Carson Napier.
© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

1 comentario:

José Moya dijo...

Cuando pensé en el posible tema de conversación a la hora de la comida, se me llevaban los demonios: Internet Archive sólo guardaba información desde 1996, la hemeroteca de ABC sólo contenía registros desde 1999, la de El Mundo era de pago... A pesar de todo, probé la de El Mundo. Podía consultar los índices del periódico de cualquier día desde 1992. Estupendo, pensé. Y cuando descubrí que 1994 era el año en que se habían detenido a Mario Conde durante las navidades, me dije: vaya, sí que había algo de lo que hablar.