7.11.04

Capítulo V

En los días que siguieron mantuve varias líneas de actuación. Por un lado, vigilé, en cada visita a la Cuesta de Moyano, la posible aparición de Tito, para hacerme el encontradizo. Por otro, decidí interesadamente acompañar a Mateo, que tenía que ir a entregar un trabajo a uno de sus profesores de la Carlos II.
Yo esperaba que fuéramos en tren, pero Mateo me sacó de mi error.
—Quita, quita. Los trenes te dejan en las Margaritas. Eso no es más que un descampado, y desde ahí tienes que llegar a la Universidad.
Efectivamente, parece ser que en aquellos tiempos el barrio de las Margaritas era una sombra de lo que hoy es. En cualquier caso, nunca me he sentido demasiado atraído por las ciudades dormitorio, así que no podría concretar en qué momento comenzaron a construirse los chalets, bloques e incluso centros comerciales que hoy rodean la estación. Mateo prosiguió, añadiendo un detalle que a mí me causó cierta inquietud:
—Mejor, vamos en el 443, que nos deja en la puerta del Campus.
¿La puerta del Campus? ¿Desde cuando tenía puertas el campo? Cuando llegamos, me decepcionó enormemente ver esa universidad moderna, aseada, pero recluida y privada del carácter lúdico que tienen otras universidades de Madrid.
—Oye, ¿esto es una universidad o un colegio?
—Menos cachondeo. Este es un sitio serio: busca por aquí la mugre que tenéis en el edificio de Filología.
—No, si lo digo por la gente. No sé, falta algo.
—No te jode... Faltáis los filólogos bebiendo litronas en el césped.
—Oye, que los de Historia son peores. Pero, ¿no crees que la experiencia de estar tomando cerveza en el césped es también enriquecedora?
—Para mí, ni idea. Para el dueño del bar, está más claro que el agua...
Isidro siempre fue un tipo formal, pero tanta formalidad a veces exasperaba. Cuando decía cosas como aquella, lo veía en mi mente levantando la mano en clase elemental y respondiendo a la pregunta que la profesora había prometido premiar "con un once" por su dificultad.
—Oye, tu profesor... ¿es un tipo asequible?
—No demasiado. Pero se lleva bien conmigo.
Era imposible que un profesor no se llevara bien con M. I., el alumno perfecto. O eso pensaba él. Sospecho que para algunos catedráticos, su solicitud resultaría exasperante.
—Y el trabajo, ¿sobre qué trata?
—Nos pidieron que eligiéramos a un impresor barroco e hiciéramos un catálogo de todos sus libros. Elegí a Juan de la Cuesta, por supuesto.
—¡Vaya, el viejo Juan de la Cuesta!
—Es el mejor documentado. ¿Sabes? No sé por qué, pero todo lo que tiene que ver con el Quijote está estudiadísimo. Parece que la gente compre cualquier cosa relacionada con Cervantes...
Yo pensé un momento en mis aventuras con Pereira y contesté:
—No sabes hasta qué punto...

Yo había imaginado a un profesor jovencito, como correspondería a una universidad de reciente creación. Pero, aunque nos abrió la puerta alguien cinco años mayor que yo, resultó ser un simple becario.
—¿Hernández? No, no está. Está en un congreso en México. Pero podéis dejarme los trabajos a mí.
—No, si yo sólo vengo de acompañante... Aunque me gustaría haberle hecho una pregunta... digamos, profesional. Estoy investigando sobre un impresor del siglo XVII... parece que es su especialidad...
—Si quieres, puedo ayudarte yo. Estoy pasando al ordenador todas las fichas de Hernández.
La solicitud del becario me impactó. No esperaba nada parecido de alguien que tenía como principal ocupación sacarle las castañas del fuego a los catedráticos por una miseria y sin derecho a seguridad social.
—Se trata de Pablo del Río, Sevilla...
El becario me miró a los ojos. Una chispa de emoción había prendido en ellos.
—Pablo del Río... un impresor fantasma. Su pie de imprenta figura en una edición posiblemente pirata de la Vida del Buscón llamado Pablos, y en un catálogo particular del XVIII hay una mención de unas "Corónicas de los Hecho de los Tyrannos impíos", que no se han encontrado... Lo estuve considerando como tema de tesis, ¿sabes? Pero es tan oscuro... Espera que te busque la ficha...
Después de rebuscar un rato, se volvió hacia mí y dijo:
—¡Qué extraño! No está. Puede ser que el profesor Hernández no haya escrito ficha sobre este impresor, creyéndolo superchería, o puede que se haya llevado esa ficha a México, con otro material...
—¿Y en el ordenador?
—No, todavía voy por la M. Como ya sabes, "del Río" se clasifica en la R... Pero espera, tengo aquí el CD de una de las bases de datos más importantes. Te hago una copia rápida, y luego tú lo buscas...
—Muchas gracias.
—Nada, hombre. Tengo un interés especial por ese Pablo del Río... Si encuentras algo, me lo pasas, para que escriba un artículo.
Aquel muchacho parecía saberlo todo. Decidí comprobarlo, mientras se grababa el CD-ROM. Total, teníamos media hora...:
—Oye, ¿has oído hablar del Lazarillo de Barcarrota?
—De Medina del Campo, querrás decir. La Junta de Extremadura está a punto de comprarlo, y ya se está preparando un estudio crítico, que se publicará en el momento en que la operación culmine. Parece ser que sucederá a finales de año.
Angustiado por el hecho de que todo el mundo supiera más que yo, añadí:
—¿Crees que un hallazgo similar podría producirse de nuevo?
—Mira, yo creo en la picaresca española. En los próximos meses van a aparecer libros antiguos en toda obra que se ejecute. Temblando estoy con la cantidad de llamadas que vamos a recibir para comprobar la autenticidad de los libros...
Por fin, la grabadora escupió el disco dorado. Yo lo coloqué con cuidado en el interior de un folio plegado y me despedí como pude.
—Bueno, se nos hace tarde. Si sé algo más sobre el impresor, te lo haré saber!
En aquel momento, me di cuenta de que hacía media hora que no veía a Isidro.


Decidí comenzar a buscarlo por la cafetería, pero después me di cuenta de mi error y me dirigí a la biblioteca. La verdad es que tenían unas buenas instalaciones en aquel lugar.
—Pss... Mateo... —dije, tocándole en la espalda.
—Ssh... Vamos fuera y me comentas lo que sea.
Mateo me condujo al exterior de la biblioteca, donde le pregunté acerca de la posibilidad de visionar el contenido del CD en algún lugar del Campus.
—Podemos probar en la Sala de Ordenadores. Esta semana no hay demasiado movimiento allí.
Localizamos un ordenador con unidad de CD-ROM (entonces todavía no había demasiados ordenadores con ella; recuerdo que un amiguete se actualizó su Windows 3.11 con un Windows 95 que venía en disquetes), insertamos el disco dorado y, después de seguir las instrucciones de la instalación, apareció un mensaje que decía:

Base de datos de la Imprenta Hispana. Versión demostración.
Esta base de datos tiene algunas de sus características deshabilitadas. Para activarlas, suscríbase llamando al (91) 753-92-94

¡Mierda, era una demo! Con razón no había tenido el becario ningún reparo en hacernos la copia.
Comprobé que, como yo temía, las funciones que me interesaban (en concreto, tanto la impresión como la búsqueda de cualquier cosa anterior al año 1800) estaban inhabilitadas. Con un bufido, saqué el CD de la unidad y le dije a Mateo:
—Vámonos. No tenemos nada más que hacer aquí.

A continuación tomamos de nuevo el autobús. Durante el viaje estuve comentando con mi antiguo compañero las observaciones del becario. Él me miraba como si hablara de un marciano.
—Me parece, en cualquier caso, que detrás de todo esto no hay sino un fenomenal timo.
—Tienes razón—le contesté—. Pero, ahora que hablas de timos, me has recordado que guardo un as en la manga.



© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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