19.11.04

Capítulo XIV

Yo nunca había estado en el Alphaville, y me pareció un lugar extrañísimo: una sala donde un montón de personas que exhibían sus pretensiones de cultura —Quevedo se habría divertido mucho describiéndolos— se encerraban para ver películas que en algunos casos eran auténticas joyas, pero que a veces se revelaban como nuevas y sorprendentes formas de tortura, que ni siquiera podían mitigarse mediante la ingesta de palomitas dulces y Coca-Cola de grifo.
—¿Habías estado antes aquí?
—No, nunca. Te seré sincero: yo voy al cine por los efectos especiales. Total, en cuanto pasa un par de años, ponen las películas en la tele.
—Sí, pero no todas las películas. Sólo el cine yanqui.
Pensé durante un momento en el séptimo arte y traté de asociarlo con algo que no fuera Hollywood. Me venían a la cabeza Cantinflas, Alfredo Landa y Paco Martínez-Soria. Pero, ahora que lo recordaba, había acudido a otros cines de versión original con algún otro amiguete ilustrado a ver películas europeas en los últimos años... Cinema Paradiso, Delicatessen... Y en la televisión había visto la japonesa "Rashomon", que me había gustado. ¿Sería esta película parecida a Rashomon? Lo dudaba. Al menos, el cartel no prometía violencia.
Cogí un programa. Traté conseguir hacerme una idea del argumento de la película que iba a ver a partir de la sinopsis que aparecía en él. Pero no lo comprendía. Estaba escrito para los habituales de la sala, que sin duda conocerían ya la trayectoria del director nipón.
Entramos a la sala. Por lo menos, tenía amplias butacas. Un detalle que siempre se agradece. Quise comentárselo a Marta, pero en seguida me llamó la atención un espectador sentado detrás de mi. La película empezaba ya. ¡Sin tráilers! Increíble. Entonces me di cuenta de que no era la película, era un cortometraje... Joder, hacía años que no veía un corto delante de una película.
El corto pareció terminar tan pronto había empezado. Enseguida aparecieron sus créditos finales y comenzó a sonar una música exótica. Comenzaba aquella película japonesa. ¿Sería un bodrio destinado a críticos de pelo revuelto, gruesas gafas y colilla de Ducados entre los dedos? ¿O una de esas magníficas obras en las que los japoneses renuevan ante la pantalla los grandes mitos de la humanidad, los grandes tópicos de la literatura universal? Pronto podría juzgarlo: pero me conformaba con lograr seguir su trama.
Y la verdad es que no me enteré del argumento. Pero en defensa de la cinematografía nipona hay que alegar que ni siquiera me hubiera enterado aunque hubieran proyectado Rambo, tan nervioso estaba. Era increíble que se apoderase de mí tal sensación de agarrotamiento, tal rigidez, tal parálisis. Pero, al final, Marta me puso fáciles las cosas, tomando la iniciativa.
Salimos del cine cogidos de la mano; la acompañé a su casa, en la calle Santa Isabel, y nos despedimos en el portal con un beso. La llamé nada más llegar a casa. No podía creer que lo hubiera conseguido. Y todo se lo debía a Roberto. Joder, la próxima vez que le viera le invitaría a un cubata. O a una docena.
El día había sido estupendo, pero cuando cogí el teléfono para llamar a Marta vi la nota amarilla sobre el Archivo de Indias prendida en el auricular y me dije:
—Mierda, todavía no lo he comprobado.
Había elaborado una nueva hipótesis, una hipótesis que podía explicar la desaparición del librero fantasma. Pero para confirmarla había que conseguir visitar el archivo sevillano. Y para ello, era preciso hablar con Nájera. Y hablar con Nájera sin haber agotado el resto de posibilidades hubiera sido una osadía.
Así que hube de encender el ordenador y consultar la base de datos pasadas ya las once. Pero no voy a quejarme, porque gracias a ello tuve un último momento de lucidez antes de dormirme en los dulces brazos de una Marta imaginaria que ahora ya se correspondía con una Marta real.

© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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