19.11.04

Capítulo XIII

Me metí en el lavabo y eché hasta la primera papilla. Eso me dejó mucho más relajado. Sentía hambre. Miré el reloj de la pared: eran las siete. La verdad es que no sentía sueño; sólo una cierta sensación de cansancio, un frío extremo en las articulaciones, un clavo en la cabeza y otro en los intestinos, pero el estómago estaba tranquilo después de haber devuelto. No exactamente tranquilo: rabioso como un león, porque tenía hambre. Pero ya no estaba la molestia causada por el alcohol. Me acerqué a la nevera. Miré la caja de leche con una sensación de náusea. No, no podía tomar leche. Había sobras de arroz. Me las calenté y me las comí. Pero necesitaba mojarlas con algo. No quedaba coca-cola. Bebí agua, pero me supo extraña. Necesitaba Coca-cola. Coca-cola, Sprite o Aquarius, lo que fuera, menos leche o agua. Pero no había. Me metí en la ducha y me puse vaqueros, camiseta de manga larga y un jersey de lana. Dejé una nota por si alguien se levantaba antes de que volviera, y bajé a la calle.
Los bares de Atocha habían abierto ya. Bares para taxistas, para viajeros, para gentes que llegan a horas intempestivas. Allí podría tomar algo. Me acerqué a uno en el que trabajaba un amigo de Ignacio. No nos llevábamos muy bien, pero tampoco demasiado mal, y me gustaba caer por allí de vez en cuando. Me preguntaba si a Roberto le habría tocado aquel turno funesto.
Allí estaba, en efecto. En cuanto me vio, se vino hacia mí y me saludó.
—¿Y qué va a ser?
—Una tónica o una cerveza, aún no lo he decidido. Tengo una resaca de la ostia.
—Ya se te nota, ya. Llevas todavía unos faros... ¿Qué tal un Bloody Mary?
—¿Un qué?
—Lleva Vodka, zumo de tomate, limón, pimienta, tabasco y salsa Worcestershire. No sé si hay salsa Perrins en la cocina, pero si no la hay algo se puede apañar. De lo demás, seguro que tenemos. Te pone como una moto: si no te quita la resaca, por lo menos no notas que la tienes.
—Vamos a probar. Total, si me cojo otro pedo tampoco pierdo nada.
—¡Ese es el espíritu!
Los clientes se quedaron pasmados cuando vieron a Roberto manejar la coctelera. Debía de haber estudiado hostelería, porque lo hacía como Tom Cruise en Cocktail. Y estaba en un bar en el que normalmente no tenía ocasión de hacerlo. Sospecho que por eso me sugirió el Bloody Mary, que me cobró como un combinado normal, a precio de bar de viejos: 400 pesetas. De todas formas, el personal me miraba con recelo. Beber a esas horas una bebida tan extraña les parecía un sacrilegio. El taxista que se metía el carajillo entre pecho y espalda; el barrendero que se pedía la palomilla de Chinchón (mal hecho: era mejor la Castellana); los obreros (¿qué hacían allí en domingo?) que se quitaban el frío con un sol y sombra... todos me miraban como a un alcohólico.
—Esto sienta de maravilla. Ahora ya soy persona. Oye, ¿has visto últimamente a Ignacio?
—No, no le he visto.
—Ayer quedó con nosotros y no apareció.
—Qué extraño... Pero ya sabes. Aquí, entre nosotros, Ignacio es un malqueda. A mí me lo ha hecho varias veces.
—¿Sí? —dije, aparentando asombro. Y lo tenía: pensaba que Roberto tenía en un pedestal a Ignacio.
—Miles de veces me ha dejado plantado porque le había salido un plan mejor. Así, sin avisar. Luego dice que ha llamado a avisar, pero que el teléfono comunicaba... En fin. Habrá conocido a alguna chica.
—Puede ser. Y hablando de chicas, ¿no tendrás el teléfono de...?
—Marta Domínguez, ¿verdad?
—No se te puede ocultar nada.
—Esa chica es para tí, lo veo. Pero tienes que ir al grano. Las tías necesitan que les demuestres interés. Tenías que haber pedido su teléfono antes, hombre. Y no te importe ser pesado. A las pibas les encanta.
—Gracias por el consejo. ¡Hasta luego!

Salí de nuevo a la calle. Todavía era temprano para pasar por casa, así que me fui a dar una vuelta por el retiro. Subí por la Cuesta de Moyano. Algún librero acababa de llegar y estaba abriendo la caseta. Me pregunté si andarían ya por allí apostados los buitres. La verdad, me daba lo mismo.
Subí hacia el Ángel Caído. Había algunos locos practicando jogging. Dudé entre acercarme al estanque o meterme entre los parterres para echar una siestecita encima de un banco. Preferí no tentar a la suerte. "Dios sabe lo que puede haber ahí dentro, entre la maleza".
Aquí quizá haya de aclararse al discreto lector que, en 1994, el Retiro todavía no se cerraba completamente por las noches. Todavía pasarían unos años antes de que se construyese una puerta en el acceso de coches que da a Moyano.
En el lago, los locos del jogging se convertían en una legión de maníacos deportistas. ¡Dios mío, si había gente remando en el lago! ¿La gente no sabe que hacer deporte es malo para la salud? (si no me creen, pregunten a Maradona).

Fui al estanque del palacio de cristal, y me entretuve mirando a los patos. Se me acercó un hombre, y se puso a chalar conmigo. Al cabo de un rato, me despedí de él. Nunca se sabe. Volví hacia mi casa lentamente. En Moyano ya habían montado las mesas, pero aún no había gran cosa. Era un buen momento para llegar a casa, saludar y meterse en la cama. Y dormir, dormir hasta las tres, las cuatro o las cinco.
Me desperté después de las seis. Tenía la mente embotada y el cuerpo destrozado. Pero estaba dispuesto a evitar que una tarde de domingo echara abajo mi moral. Me dí la segunda ducha del día y me vestí. Mucho mejor. Recordé que había conseguido el teléfono de Marta y la llamé. Sentí un estremecimiento cuando escuché su voz al otro lado de la línea. Pero si había sido capaz de ir a la casa de Tito sin conocerle, debía ser capaz de afrontar una conversación con Marta.
—Oye, pensaba que ayer ibais a venir a Avenida del Brasil. ¿No salisteis al final?
—Sí, pero estábamos cansadas y nos quedamos en el barrio...
—Qué lástima. Con lo bien que lo pasamos ayer... La verdad es que se os echó en falta...—No, no; no era ese el camino. Había que ser directo:— Al menos, yo te eché en falta a ti.
—Y yo a ti, tonto.
—¿Te parece que nos veamos esta tarde? Todavía estamos a tiempo para ver alguna película en la sesión de las siete y media.
—¿Habías pensado en alguna en concreto?
—No, en ninguna.
—Bueno, ¿qué tal si vamos a los Alphaville? Ponen una película japonesa de la que me han contado maravillas. Lo único que es un poco tarde...A las ocho y media.
—A mí me parece bien. Entonces, en los Alphaville a las... ¿ocho y veinte?
—Perfecto.
Colgué y me puse a tratar de recomponer mi maltrecho aspecto. Mientras lo hacía, le iba dando vueltas en la cabeza a una idea que había aparecido en mi mente durante el sueño... Cogí un post-it y anoté:
Preguntar a Nájera si ha comprobado Archivo de Indias.
Después, estuve viendo un rato la tele hasta que se acercó la hora a la que había quedado con Marta.


© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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