7.11.04

Capítulo IV

Mientras volvíamos a Madrid, mi compinche me fue desglosando la información que había obtenido mientras hojeaba el ejemplar.
—En primer lugar, el texto usa Garamond en toda su extensión, pero el colofón está escrito en tipos Bodoni. Me pregunto qué falsificador cometería la torpeza de incluir tipos Bodoni en un libro del XVII.
—Quizá alguien tan torpe como para pensar que el XVII comienza en 1700 —observé yo, divertido.
—No, no creo que sea eso. ¿Sabes? Es tan evidente que creo que ha de ser intencionado. ¿Cómo localizaste este ejemplar?
—En un catálogo de la librería. Es de junio de este año.
—¿Y cuándo le propusieron a Pereira la compra del libro?
—No sé... Él me encargó la investigación en octubre; no sé cuándo le propondrían la compra.
—Mira, hablando en plata: me parece que Pereira es un primo. Un primo cauto, sí, pero un primo al fin y al cabo. Al fin y al cabo, los ilustrados son las mejores víctimas: una vez están seguros de que algo es auténtico, no hay quien les apee del burro.
—Pero el ejemplar de Soria no tiene por qué ser parecido al ejemplar de Huelva... Al fin y al cabo, el título era parecido, sí, pero distinto.
—Claro que es distinto. El valor de esos libros se basa en que son únicos. Y hay algo en ese libro que... No sé; me suena. Tendría que consultarlo con Planas, o con Causto, pero ninguno de los dos me traga.
Aquí me di cuenta de que con aquellos dos apellidos se refería a don Anselmo y a Tito. Pocas veces se refería a ellos dos por su apellido: ahora que lo hacía, estaba hablando como un profesional hablaría de sus contactos.
Nos estábamos acercando a Guadalajara. Martínez miraba embobado la cantera de Azuqueca, y yo trataba de evitar la tensión del inminente atasco mediante la conversación, aunque no me gustaban los derroteros que estaba tomando. Traté de decir lo que Martínez esperaba que dijera:
—En cuanto a don Anselmo, no sé si podré hacer algo. Sabe que no nos llevamos mal, y por tanto, si no te traga a ti, probablemente tampoco quiera ayudarme a mí. En cuanto a Tito, no me conoce. Eso, que normalmente es un inconveniente, ahora supone una ventaja. Podría acercarme a él, hacerme el interesante...
—Escucha: la trampa que le has tendido al soriano es demasiado burda como para que Causto caiga en ella. No hablará de un libro si no lo ha visto. Tienes que buscar una alternativa. Te sugeriría que le ofrecieras a él el libro de los onubenses, si no estuviera tan pelado... Aunque existe una posibilidad.
La noche se iba cerrando; nuestro coche se incorporaba al atasco, y el buitre se entretenía en contemplar la línea coloreada de la mediana de Guadalajara mientras mis nervios iban cargándose cada vez más. Era evidente que esperaba una respuesta, pero yo estaba luchando por evitar que los coches que venían lanzados por la izquierda y se encontraban con el atasco se incorporasen a mi carril, entorpeciendo más aún mi marcha.
—¡Deja de darme las largas, gilipollas! ¡Si venías por la izquierda, te quedas por la izquierda!
Mi integridad física se benefició en aquella ocasión, como en otras similares, del hecho de que mi ventanilla estuviera cerrada.
—Una posibilidad remota, eso sí —siguió mi compañero, hablando sin saber si alguien le escuchaba, mientras yo alcanzaba por fin la incorporación de Torrejón, punto crítico tras el cual el atasco volvía a ser una fluida caravana—. Tú coleccionabas ex-libris, verdad?
—Pues, ahora que lo dices, esa es una de mis zonas de roce con Planas...
La principal afición de Anselmo era, efectivamente, la colección de exlibris. Más de un rifirrafe tuve yo con él cuando el librero se dio cuenta, a última hora, de que había olvidado retirar de un libro la pequeña estampilla con que su dueño había marcado su propiedad. En ocasiones tales, don Anselmo pedía, educadamente, permiso para quedarse con el pedacito de papel, pero reaccionaba con muy malos modos si se le negaba tal privilegio.
—Escucha: Tito tiene (o tenía, que todo puede ser) una de las mejores colecciones de ex-libris de España. Está documentado, ¿sabes? Así que tienes una excusa perfecta. Aficionado a recopilar todos los que caen en tus manos, has decidido consultar a una persona (casualmente residente en tu mismo barrio) cuya recopilación mereció en su día reseñas en las revistas Graphia y Bookplate Journal.
El plan parecía rodar solo, como la corriente de vehículos en que me encontraba. Íbamos ya acercándonos a la M-30
—Oye, ¿por dónde pensabas entrar?
—Por la M-30 hacia Conde de Casal. Tú vivías en Abtao, ¿verdad?
—Sí, pero... Tengo un negocio que resolver... Me vendría bien que me dejaras en Serrano. No te viene tan mal, ¿verdad?
—Pues menos mal que me lo dices antes de entrar a la M-30. Un minuto después, y me veo dando toda la vuelta alrededor de Madrid...
—No será para tanto...
Dejé que la corriente me arrastrara hasta Avenida de América. La verdad es que para mí, esa entrada, con los divertidos bloques oblicuos, como cajajas de zapatos, que por entonces ocupaba AGF, con el pesado edificio inteligente de IBM y con el grácil y afilado edificio que alberga la Consejería de Empleo, es una de las mejores vistas de Madrid, sólo comparable a la entrada por la Castellana. Pero no solía entrar por allí cuando venía de la entonces Nacional II, ya que luego tenía que recorrer todo Serrano, girar en la puerta de Alcalá para tomar Alfonso XII y de nuevo girar para tomar la Glorieta de Atocha, enfilar la calle homónima y meterme luego en la calle lateral donde mis padres tenían contratada una plaza de garaje.
En Serrano fui disminuyendo la marcha para que Martínez me indicara dónde debía dejarle. Se detuvo en la manzana del museo Arqueológico, justo donde peor me venía a mi, que estaba ya demasiado cerca del final de la calle como para colocarme en el extremo izquierdo para entrar por la Puerta de Alcalá hacia Alfonso XII según mis planes. "No importa:", pensé, "iré por Cibeles y el paseo del Prado."


© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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