29.11.04

Capítulo XXIII

Pero, en cambio, soñé con la película que había visto aquel día. O con algo parecido. Yo me encontraba encerrado en una prisión estadounidense, y el director de aquella institución, un tal Inarch, me hacía fregar una y otra vez las letrinas, por más que le suplicara que me dejara trabajar en la biblioteca. Los compañeros de prisión se reían de mi interés por la literatura, y trataba de enseñarles a apreciarla, para lo cual cogía de una estantería antigua de la biblioteca (¡si era la que se vendía con los manuales Soler!) un tomito naranja que, en lugar de un Recetario Industrial era una primera edición de un autor desconocido, un tal Cervantes.
Abría el libro, a pesar de todo, y en él aparecían unos grabados, con las redomas que nos permitirían elaborar explosivos, siempre y cuando tuviéramos los principios fundamentales y las estrellas estuvieran en su posición. Inmediatamente, me metía en la cocina, hacía un mejunje con aceite y le agregaba unas sales férricas, que trasladaran la potencia de marte a la mezcla. Pero, lamentablemente, la violencia del compuesto resultante era muy limitada. Necesitaba sales lunares; ¿dónde obtendría plata? Un aliado me ayudaba a robar la estrella de plata que adornaba el despacho del director... en ese momento recobraba la libertad, que había estado deseando tan ansiosamente.
Cuando me desperté, me extrañó aquel sueño de contenido alquímico, pues poco o nada sabía yo sobre la materia. Sin embargo, recordando, me di cuenta de que Pereira era bastante aficionado a la materia y a menudo hablaba horas y horas sobre tal o cual libro, y hacía comentarios eruditos sobre cómo se habían descubierto diversas sustancias.
Pereira... ¿a qué hora habíamos quedado?
Me levanté con disgusto, como si, en lugar de la una de la tarde, fueran las ocho de la mañana. Vaya, había cerrado el libro realmente tarde. Desayuné rápidamente, me duché y salí al Prado a coger el cuarenta y cinco. Coger el metro dos estaciones antes de Sol, en navidades, era un suicido.
El cuarenta y cinco es uno de esos autobuses que respetan escrupulosamente la ley de Murphy. Cruzaba yo el paseo del Prado hacia la parada de la esquina de Moyano cuando llegó el autobús, descargó su pasaje y partió sin darme tiempo a llegar a la parada. Así que me senté en la marquesina dispuesto a esperar por lo menos un cuarto de hora. Pero entonces llegó un treinta y siete.
El treinta y siete tiene una frecuencia todavía peor que el cuarenta y cinco, por lo que nunca habría esperado que llegase. Ya que estaba allí, subí y me dispuse a dar un larguísimo paseo turístico: Neptuno, la Cibeles, la plaza de las Salesas, la Sgae, el viejo cine Palafox... Finalmente, nos fuimos acercando al Madrid de las torres de oficinas.
Por fin llegamos. Bajé. Habíamos quedado en el Hospital de Maudes. De allí fuimos, charlando, hacia la librería de la calle Dulcinea. Mientras trasteábamos entre las apretadas estanterías, se lo pregunté:
—Oye, ¿tú has oído hablar de un tomo llamado Arte Chímica, publicado en Sevilla en el siglo XVII?
—¿Quién lo publicó?
—Adivina.
—¿Pablo del Río...? Espera... ¡Claro, es el libro de Villena impreso por Fluminis! Pero ese libro no existe... Se lo inventó un novelista.
—O sea, que es un Necronomicón.
—O el Don Quijote de Pierre Menard, si prefieres un ejemplo más culto.
—Gracias, pero prefiero el ejemplo friqui. Ya sabes que, aunque sea un filólogo, tengo mis debilidades.
—No, si hasta visitarás librerías de cómics, y todo.
—No me tientes...
La teoría de Pereira sobre el Arte Chímica se correspondía punto por punto con mis ideas, lo que me tranquilizó bastante. En aquella librería no había gran cosa (quiero decir: no había gran cosa que me pudiera permitir), pero me compré un ejemplar de segunda mano de una novela reciente. No valía para regalarlo, pero podía leérmelo. Cuando pagué al librero, éste me dijo, quizá pensando que estábamos a veintiocho:
—¿Buscas el libro de Villena?
—Lo buscaría, si existiera.
—No eres el único que lo busca. Ten cuidado: si yo te he oído, otros pueden escucharte.
Me marché de allí con una extraña sensación de miedo. ¿Por qué tenía aquel hormigueo en la espina dorsal, si estaba claro que se trataba de una broma? En cualquier caso, hasta que no estuvimos suficientemente lejos de allí no le comenté a Emiliano:
—No he querido decírtelo dentro de la librería para que no nos oyera el dueño y, por lo que ha sucedido, creo que he hecho bien. Verás: en la base de datos dice que la primera edición más cara de Moratín no cuesta más de diez mil pesetas... Es la de "El sí de las niñas".
—Esa es la que tengo. La conseguí de ocasión por quinientas. Estaba en un estado lamentable, porque habían pintado el tomito con purpurina... Vaya horterada.
—¿Tiene encuadernación en cuero?
—Sí.
—Bueno, por lo menos lo puedes vender a quien quiera adornar su salón.
—¿Voy a vender yo ese libro a un decorador?¿Estás loco?
—Qué quieres... total, nadie se lo va a leer. Occidente está en decadencia...
—Tú si que estás en decadencia. Desde que te has echado novia, estás más raro que nunca.
—Puede ser. ¿Te creerás que estoy molesto porque no ha llamado a felicitarme las pascuas?
—Tú tampoco lo has hecho...
—Pero yo no tengo su teléfono de Valladolid, y ella tiene el mío de Madrid.
Trató de convencerme, inútilmente. El mundo era de los solteros, decía. Claro que él no tenía grandes posibilidades de éxito con una mujer, a menos que renovara su vestuario... Vestía incluso peor que yo.
—Oye, ¿nos vamos de copas esta noche? Hay unos sitios estupendos aquí al lado, en San Francisco de Sales.
—Por mí, estupendo.
Volví a casa a tiempo para comer. La vida en casa de papá y mamá tenía esas ventajas. Comimos diversos restos del día anterior: por mi parte, me puse morado a base de canapés. Por la tarde, me dediqué a terminar Piratas de Venus, ignorando la obligación moral de buscar el Arte Chímica. Cuando cerré el libro, todavía era demasiado temprano para ir a San Francisco de Sales, y decidí dar una vuelta por las librerías de los alrededores y la cuesta de Moyano.
—¡Vaya vicio que tienes, Felipe! —me saludó Martínez.
—¡Buenas tardes! Menos que tú, por lo que se ve.
—En mi caso no es vicio: es negocio. Me dieron el chivatazo de que don Anselmo acababa de recibir una biblioteca nueva.
—No sé cómo lo haces, pero te enteras de todo. Oye, ¿cuánto darías tú por una primera de "El sí de las niñas"?
—Quinientas o quizá mil... no sé. No creo que pueda venderse por más de cinco mil.
—El máximo está en diez mil: Yo también tengo mis informantes. Pero no te preocupes, que no lo tengo. Es de un amigo, y no piensa deshacerse de él. Le costó trescientas.
—Buena caza. ¿Dónde lo consiguió?
—En el rastro... Dice que estaba pintarrajeado por fuera, como para hacer de atrezzo de alguna representación teatral.
—Bueno, al fin y al cabo, los libros son arte.
Evidentemente, el buitre estaba pensando en los grabados y la encuadernación. Lo que mejor se vendía, pero también lo que menos interesaba a mí. Intenté aprovechar para obtener alguna información sobre el libro de Villena, pero Martínez se limitó a mirarme de manera extraña y a sonreír. También añadió algo acerca de mi incapacidad para darme cuenta de las razones que hacían a la gente falsificar libros. Hasta aquel momento, no lo había comprendido.

© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

3 comentarios:

Roberto Iza Valdés dijo...
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Roberto Iza Valdés dijo...
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Anónimo dijo...

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