13.11.04

Capítulo X

Ya he dicho anteriormente que me sentía absolutamente cohibido entre todas aquellas personas que eran perfectos desconocidos para mí. Sin embargo, la frivolidad de la conversación me permitió intervenir en algunas ocasiones... pero sólo lo suficiente para no pasar por tonto.
Cuando en la mesa ya sólo quedaban los restos de los canapés y las botellas vacías, Títiro y Seoane se pusieron a discutir sobre arte; defendiendo éste la excelencia del arte moderno y aquél la belleza de los cuadros de Tiziano, los dibujos de Rafael y los grabados de Durero. Tito se interesó de pronto en mí y dijo:
—Hablando de grabados: Nuestro joven invitado me ha confesado estar interesado en mi colección de exlibris. Creo que podríamos preguntarle qué tipo de diseño prefiere en ellos.
Tito me colocaba en un gran compromiso, pues, aunque algo sabía sobre el arte del exlibris, ignoraba hasta qué punto esperaría de mí un dominio completo de la historia de las estampillas de biblioteca. "Mucho", supuse, "pues le he mencionado que leo dos revistas especializadas extranjeras". Así que tuve que salir del paso con un par de cosas que había estudiado en casa por si salía a relucir el tema.
—Principalmente me atraen las estampas de comienzos del siglo XX y finales del XIX, porque son más creativas, frente a las de siglos anteriores, meros escudos de armas del dueño del libro. Pero he de condesar que este gusto puede estar originado en mi incapacidad económica para hacerme con ejemplares realmente antiguos...
—¡Una buena respuesta! —celebró Blázquez—. A mí, particularmente, me parece que una estampa como esa del letón Rihards Zariņš, en que aparece un burlón anciano leyendo un libro, como diciendo "a través de estos burlaré a la muerte", es mucho menos aburrida que un blasón nobiliario. Porque hasta los Fúcar tenían blasones en sus exlibris, a pesar de ser familia llegada a la nobleza desde el poder económico.
—Pero recuérdese —intervino Tito— que el exlibris más antiguo, el del alemán Johannes Knabensberg, de mediados del siglo XV, no presenta un escudo de armas, sino un puercoespín. Y muchos de los primeros exlibris son alegóricos, aunque es cierto que la heráldica es también un tema habitual.
—Se dice que fue precisamente Durero quien inauguró la moda de utilizar escudos de armas en los exlibris —respondí yo, recordando vagamente haber leído algo sobre el tema.
—Eso dicen, sí... Pero, en cualquier caso, las grandes familias siempre han utilizado su blasón para identificar sus posesiones, desde sus castillos hasta las libreas de sus criados. No, realmente no creo que Durero hiciera otra cosa sino cumplir un encargo
Después de una pausa, el anciano dio por cerrado el tema.
—¿Alguien quiere café?

No podía creer que hubiera entrado allí a las doce y que fueran ya las cuatro de la tarde. Cuatro horas seguidas. Necesitaba levantarme, así que ofrecí mi ayuda a Causto. La señorita Cuesta también se ofreció y, puesto que ella conocía la disposición de los utensilios de la cocina, nuestro anfitrión se quedó sentado en su sillón, continuando aquella conversación que duraba horas y horas y giraba alrededor de toda clase de asuntos. A mi me sorprendió aquella dejadez de funciones, aunque la atribuí a la educación machista de los representantes de generaciones pasadas.
Recogimos las bandejas de los canapés y los vasos de vino y nos dirigimos hacia la cocina.
—Yo prepararé el café. Te advierto que a todos nos gusta muy fuerte.
—No hay problema.
—Muy bien. Las tazas están ahí, las cucharillas en ese cajón, y el azucarero en aquel armario. Para Tirteo lleva una taza más grande: suele rebajarse el café con agua. Colócalas en una de esas bandejas y ve llevándolas al salón. ¿Tú vas a querer leche en tu café?
—No, gracias.
—Mejor, así no hay que llevar la leche. Blázquez tomaba antes el café cortado, pero últimamente se ha cambiado al solo.

Dejé las tazas en la mesa, una en frente de cada comensal, tratando de recordar las instrucciones que había recibido. A continuación, Tito se levantó trabajosamente y, con gran misterio, acercó unos vasitos y un par de licoreras.
—¿Has probado alguna vez el pacharán casero?
—Tampoco el otro —en las raras ocasiones que bebía algo después de las comidas, se trataba de una castellana en casa de algún amigo, o un chupito de orujo de hierbas en algún restaurante.
—Seguro que te gusta. Y, si no, esto otro es licor de manzanas, pero casero.
Me pregunté si se trataría del rumtopf centroeuropeo elaborado con frutas cortadas y azucaradas maceradas en alcohol. Pero creía recordar que en el rumtopf se mezclaban diversas frutas, y además veía pequeñas formas redondas —¿habría manzanas tan pequeñas?— flotando dentro de la botella.
Azucena llegó con el café, una jarra de agua y unas pastas. Sirvió el café a todos antes de sentarse, y vertió una generosa cantidad de pacharán en el suyo.
Seoane sacó una carpeta que tenía detrás de él:
—Oye, os he traído estos grabados, a ver qué os parecen. Tú entiendes de arte japonés, ¿verdad?
—Hace tiempo que no trabajo el género oriental. Pero me parecen auténticos. ¿Cuánto te costaron?
—Veinte mil los cinco. No es mal negocio...
Observé las estampas con atención. Si se hubiera tratado de grabados occidentales del siglo XIX, me habría parecido caro cualquier precio por encima de las cinco mil pesetas, el precio al que yo trabajaba. Pero nunca me había interesado por las estampas niponas: sólo tenía la vaga idea de que solían ser bastante caras, y de que había mucha falsificación.
—Déjame que copie el sello del autor, y te lo busco mañana en el museo —intervino Tirteo, sacando una libreta.
Esa fue la primera noticia que tuve sobre el lugar en que trabajaba. Hasta aquel momento, pocos datos había averiguado sobre la vida de mis contertulios. A decir verdad, tampoco me había interesado demasiado sobre el tema.
Aprovechando la relajación cada vez mayor, nos empezamos a levantar. Tito insistió en mostrarme su despacho, donde estaba almacenado lo que quedaba de su biblioteca.
—Poco me queda ya. La verdad es que la mayor parte de ella la heredé de un pariente lejano, el gobernador de Vitilches...
Entonces comenzó a contarme una larga historia sobre criollos americanos y gachupines que volvían a la madre patria convertidos en indianos; riquezas adquiridas de forma sospechosa, huestes de muchachas indias sirviendo en la casa del patrón... La verdad es que todo aquello parecía sacado de un libro de Valle-Inclán, y debía de serlo, a juzgar por los rostros de los habituales.
—De esa herencia poco me queda, pero es lo más antiguo. Dejé los exlibris en los libros que originalmente marcaron, pues así me llegaron de América. Mire, por ejemplo este hermoso ejemplar, marcado con el blasón del duque de Lavalliere... Pero, ¿qué digo? Si usted mismo ha confesado que le aburren los exlibris heráldicos... Déjeme que le muestre algo más moderno...
—Espere, déjeme examinarlo en más profundidad —dije yo, después de que la mención del duque francés hiciera saltar un resorte dentro de mí—. Así como le he dicho que los blasones me aburren, también le he confesado que nunca he sostenido entre mis manos un ejemplar tan antiguo...
Allí estaba: el exlibris de la biblioteca del duque. Un simple escudo de armas, dividido en tres franjas verticales: la del centro, sostenida por cuatro brazos que aparecían dibujados en las laterales, mostraba tres torres sobre campo de plata. En las esquinas del exlibris podía leerse: B. C. L. V.
Sentí una gran emoción. Aquel libro había sido compañero de las Corónicas de los Hechos de los Tyrannos impíos, en caso de que hubieran existido realmente. Si los libros hablaran, si pudieran decirnos algo que su autor no hubiera cifrado en su interior, aquel volumen mudo me podría haber respondido a muchas de mis preguntas. De todos modos, respondiendo a una súbita intuición, giré el libro y volví su cubierta para examinar su portada.


© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

1 comentario:

José Moya dijo...

Os dejo aquí los links en que he encontrado algunos de los exlibris de los que hablo en este capítulo:

El exlibris más antiguo (ca. 1450) aparece en la portada de la página web bookplate.orgPuedes ver los exlibris de Rihards Zarinš aquí.El exlibris de Lavalliere está en la Biblioteca de Blois.

Hay muchos otros exlibris que merece la pena contemplar; os sugiero una búsqueda de imágenes en Google, Altavista u otro buscador utilizando la palabra "exlibris".