8.11.04

Capítulo VI

Llegamos a Atocha hacia las dos. Me despedí de mi compañero, que bajaba hacia delicias, y me dirigí hacia las cercanías de la boca del metro, donde me senté en un bar, pedí un cerveza y estuve haciendo como que esperaba a alguien hasta que los trileros que allí suelen operar comenzaron a recoger el chiringuito.
—¡Oye! —le dije, desde el bar, a uno de ellos, con el que había hablado dos o tres veces en toda mi vida.
—¡Hombre, tú! —respondió, sentándose conmigo y pidiendo una cerveza— ¿Qué, buscas al Paco?
—Al mismo. ¿Ya no va con vosotros?
—Depende. Sólo los días que no le sale nada mejor. Estamos de capa caída; cada vez más policía y menos primos que se junten a mirar y acaben jugándose los cuartos.
—Oye, pues el rato que he estado con vosotros no os ha ido nada mal.
—La suerte. Eso no se vuelve a repetir en toda una semana...
—Volviendo a lo del Paco, ¿no sabrás dónde puede estar?
—Puede que esté en la tienda de ordenadores. Se acercan las navidades, y tienen que montar muchos, y muy rápido. Por navidades, casi siempre le sale trabajo allí.
—Estupendo... Precisamente de ordenadores quería hablarle.
—Dicen que es el futuro... Pero yo, eso de hacer millones con un ordenador y un teléfono, no lo veo nada claro. No sólo es que puedan pillarte. Es que se te vician las manos, se te anquilosan. Los trabajos sedentarios son muy malos. Luego no puedes ganarte la vida honradamente.
Se despidió de mí con una sonrisa. Comprobé que todavía llevaba mi cartera y pagué mis cervezas y la suya. El camarero me miró desaprobador. Seguramente pensaba que no debería juntarme con esa clase de gente, y tenía toda la razón. Pero es que eran ellos los que habían ido juntándose conmigo.

A Paco Sanchís lo conocí en mi último año de instituto, en el grupo que se reunía por las tardes a jugar a juegos de Rol en el local de la asociación de estudiantes. Por aquel entonces, jugar a rol no estaba demasiado mal visto (solamente indicaba que uno era demasiado fantasioso como para haberse leído El Señor de los Anillos, o demasiado vago como para no jugar al fútbol, o demasiado tímido como para ir con chicas a plena luz del día, o, en mi caso, las tres cosas). Todavía no habían matado a un barrendero durante un sangriento rol en vivo que dejó de ser rol, es decir, teatro, y se convirtió en realidad; todavía tampoco había tenido ningún niño la idea de matar a sus padres con el sable japonés que le habían regalado; o al menos, no la habían llevado a cabo.
Paco era obeso, fumaba como un carretero, olía mal, vestía mal y era un genio de la informática. Inmediatamente nos convertimos en grandes amigos.
Paco estudiaba letras mixtas, y yo letras puras. A él le iba fatal con la historia, y yo más o menos me defendía. Así que comenzamos a quedar por las tardes para estudiar un rato y dedicarnos después a masacrar alienígenas en su flamante PC o a que él intentara enseñarme los conceptos básicos de la programación.
—Mira, has grabado una partida de SimCity con 1225$, verdad? Bueno, pues ahora escribes la cantidad en gwbasic, pero con la función HEX para que te la convierta a hexadecimal, y a continuación buscas ese número dentro de la partida grabada, y lo sustituyes por FFFF. ¡65536 dólares! Pero espera, porque veo aquí delante unos cuantos ceros. Igual podemos... sí, ya está. Tienes 281 billones de dólares para gastar en tu nueva ciudad.
—¡Estupendo!
—Lo malo de este truco es que te cambia la fecha al año 2100. No sé por qué, todavía no lo he analizado lo suficiente...
Desde entonces, sabía que cada vez que necesitaba hacer trampas en un videojuego, Paco me podía ayudar. Y no quiero pensar en qué cosas más podía ayudarme.
Sanchís podría haber sido un gran programador. Pero, por alguna extraña razón, se había metido a estudiar una opción que le cerraba paso a los estudios superiores sobre la materia. La verdad es que siempre había sido un vago, y se había ido juntando con lo peorcito. Creo que yo, junto con algún otro miembro del club de rol que apareció alguna vez por su casa, éramos sus únicos amigos medio normales. Los demás eran aprendices de maleantes que acabaron derivando a las profesiones más variopintas. Pero, de todo ese grupo de mala gente, sólo Paco acabó buscándose la vida como correo entre los timadores de poca monta, los peristas y otros caballeros de fortuna. ¡Ironías de la vida!

Tras haber recabado información sobre su paradero, comencé a subir la calle Atocha, esquivando, cada vez que la calle se hacía suficientemente ancha, a las abuelitas que caminaban a velocidad demasiado lenta. Esa labor se hizo más complicada una vez pasé Antón Martín: a esa altura de la calle, sólo era transitable la acera que pega a la iglesia de San Sebastián, estrecha y además protegida por una valla. Giré dos o tres manzanas después para meterme en la tienda de informática en que solía colaborar mi amiguete.

—¿Trabaja aquí Paco Sanchís?
—Sí.
—¿A qué hora libra? Me gustaría verle.
—No te preocupes. Entra en el taller. Así se entretiene mientras formatea los discos.

Paco estaba entregado a la absurda labor de instalar el sistema operativo en 50 ordenadores, y entretenía sus tiempos muertos en ir montando otros ordenadores mientras tanto. Lo hacía con seguridad y eficiencia, aunque despotricaba de quienes instalaban DOS y Windows, habiendo Linux. Por aquel entonces, yo no sabía qué cosa era eso del Linux, y sólo en tiempos recientes he oído hablar algo de ello. Pero el informático se deshacía en palabras como "OS/2", "Linux", "Unix" y similares.
—Hola, Paco
—¡Hombre...! ¡Qué tal te va, machote! —me dijo, sin apartar la mirada ni las manos de un ordenador con el que estaba trajinando.
—Pues ya ves: sobreviviendo. Quiero conseguir dinero e independizarme, pero de momento sólo salen negocios de poca monta.
—Bueno, algo caerá. Al fin y al cabo, estudias en la universidad.
—Ya, bueno... Filología no es como para echar cohetes. Sospecho que si comienzo ahora a trabajar en un McDonald's, me jubilaré en el McDonald's, sin haber conseguido ningún trabajo de lo mío.
—Eso dices ahora... ¿Qué estás, en cuarto?
—Eso es.
—Bueno, ya verás cómo te va a mejor... Pero cuéntame, ¿y cómo es que se te ha ocurrido venir a visitar a tu amigo Paco?
—Negocios.
—Eso me empieza a gustar. Desembucha.
—Necesito leer una base de datos. Está en un CD, pero no es eso lo que me preocupa. Lo preocupante es que se trata de una demostración. Para acceder a todos los datos hay que conseguir una clave de desbloqueo llamando a un teléfono.
—Bueno, hombre, ¡pues llama!, ¡je, je, je! ¿Cuánto te cobran por la clave?
—Treinta papeles.
—Ostia, qué ladrones. ¿Y quieres que yo...?
—No sabía a quién recurrir.
—Déjamelo, le echaré un vistazo. No te garantizo nada, pero si lo consigo leer, me pagas ... digamos, cinco papeles. Es una sexta parte, así que es un buen trato, ¿no?
—Trato hecho. Aquí te lo dejo. ¿Me llamas cuando lo tengas?
—¿Sigues con el mismo teléfono?
—Claro. Sigo en casa de papá y mamá.
—¡Ay, la vida de estudiante...! ¡Qué no daría yo...!
—Habla la hormiga obrera.
—¡Eh! No me vengas con esas. Que me he reformado...
—Bueno, hasta luego...
—¡Chao!

A continuación, bajé hasta casa, donde mis padres me esperaban con la comida caliente y la mesa puesta. No, la vida de estudiante en casa de papá y mamá no estaba tan mal. Después de comer, esperé a que se hicieran las cuatro y crucé el prado en dirección a la cuesta de Moyano, donde hice guardia esperando que apareciera Tito.

—¡Hola, Anselmo! Mira lo que te traigo. ¿Qué me das?
—¡Hombre, Tito! No es gran cosa. ¿Qué tal diez mil?
—Por ese precio, lo llevo al trapero. Veinte mil.
—No te pongas así... Vamos a dividir: quince mil y no se hable más del asunto.
—Trato hecho.
—Trato hecho.

Miré hacia atrás. Allí estaban los dos libreros trajinando con un par de cajas enormes. Anselmo le dio el dinero al vendedor y se dispuso a colocar los libros de una de las cajas, mercancía de poca monta, en la columna de a veinte duros. La otra, en cambio, la metió en la caseta. Alguien se acercó a husmear y recibió una mirada furiosa como advertencia. La mirada surtió efecto inmediato.
Mientras don Anselmo permanecía en la trastienda, me acerqué al anciano vendedor, que se alejaba lentamente..
—¿Tito? ¿Es usted Tito Causto, el coleccionista de exlibris?
—Sí, soy yo. Perdone, ¿le conozco?
—Lo siento, no me he presentado. Felipe Guerra. Yo también soy coleccionista, y leí acerca de usted en un número atrasado de la revista Graphia.
—Sería un número muy atrasado... Hace años que no mando ningún artículo a esa revista... Mi mujer, ¿sabe usted?...; mi mujer traducía los artículos al holandés, su familia era holandesa... Nos conocimos en el París de entreguerras ¡aquello eran buenos tiempos! Pero eso es otra historia.
—Podría... ¿podría quedar con usted un día, y ver su colección particular?
—Claro que sí. Tome mi tarjeta, llámeme cuando quiera. Cada vez tengo menos visitas, pero suele haber una tertulia los sábados. Creo que puede venir el sábado; a ver... Títiro trae lo salado, Tirteo lo dulce ... Traiga usted el vino. No se preocupe; no hace falta que sea muy caro. Sólo con que no sea Don Simón, ya me vale.
—Veré lo que puedo conseguir... ¿Para cuatro, ha dicho?
—Seremos más, pero habrá más gente que traiga vino. Así que para cuatro.


© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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