14.11.04

Capítulo XI

El anciano librero me miró, quizá sospechando mi inquietud. Contemplé la portada. Se trataba de Les grandes et fantastiques Batailles des grands Roys Rodilardus et Croacus, impreso en Blois por Angelier a mediados del XVI.
—¡Vaya, es realmente antiguo! Ha dicho usted que procede de la biblioteca de Lavalliere... ¿del mismo Lavalliere que es considerado el poseedor de la mejor biblioteca del siglo XVIII?
—Efectivamente. No tengo muy claro cómo llegó a manos de mi antepasado... Suelo imaginarme que sirvió para pagar una deuda de juego, pero probablemente su origen sea más prosaico.
Después de ver la colección entera de Exlibris, aún tomé una copa antes de salir de allí. Eran las nueve de la noche. Tito se despidió efusivamente, diciéndome que volviese el sábado siguiente.
—El siguiente sábado... no podré. Recuerde que es nochebuena.
—Cierto, cierto. Bueno, cuando pasen las navidades, entonces.
—Estaré encantado. Gracias por la invitación. ¡Hasta luego!

Esa noche había quedado con unos amiguetes del barrio, y llegaba a casa justo a tiempo de darme una ducha y cambiarme para salir. Para salir de casa y coger un taxi, más exactamente, pues, aunque teníamos el barrio lleno de bares, los teníamos ya demasiado vistos. Así que salíamos por la Avenida del Brasil.
Entré a la cervecería donde habíamos quedado. Se trataba de una de esas tabernas irlandesas que tanto han prosperado en Madrid. Tenía tres plantas: una algo más baja que la calle, con pista de baile, donde todos los viernes tocaba una orquestilla. Otra, una entreplanta que se asomaba a la anterior en forma de balconada, estaba reservada a quienes querían tomar algo tranquilamente, y se había amueblado con mesitas bajas, sillas, taburetes y alguna estantería con libros clásicos. Sobre estas dos había otra planta más alta, que en un lado respetaba la forma de galería asomada a la pista de baile, pero por el otro se ensanchaba ocupando una parte del edificio que en las dos plantas anteriores debía de estar reservada a almacenes. Estaba decorada con mesas altas, y desde ella se podía salir en verano a una pequeña terraza.
Mateo, que siempre era el primero en llegar, estaba sentado en la entreplanta, junto a una de las estanterías, y charlaba con Blanca. Blanca Murillo era vecina de Mateo, y supuse que habrían llegado juntos. Delante de ambos había pintas de Guiness, y le pedí a un camarero otra para mí, que llegó al cabo de un buen rato.
Para entonces, se nos había unido Javier, que, más práctico, se había acercado a la barra a pedir, como siempre, un Jack Daniels con Coca-Cola.
—Bueno, chavalotes, ¿cómo se presentan las navidades? ¿Vais a quedaros aquí?
—Lo dudo —dijo Mateo, que tenía familia en Sevilla—. Nosotros emigramos, como las cigüeñas, hacia el sur. Hace más calorcito que en este témpano.
—Eso lo dices ahora, pero en verano también os vais allá... ¡Y mira que hace calor!
—El frío y el calor son relativos —intervino Blanca—. Cuando estuve de Erasmus en dinamarca, las temperaturas en diciembre no subían de los cero grados. Pero uno se acostumbra.
—Claro que te acostumbrarías—dijo Javier—: algún danés habría que te calentara por las noches, ¿eh?
—Tendría que ser danés, porque, visto como sois los chicos de aquí... —eso era lo que se llamaba vulgarmente una puñalada trapera—. ¿Cuánto hace desde que te dejó tu última novia?
Era peligroso meterse con Blanca, y Javier lo estaba comprobando por enésima vez. Pero no podía evitarlo: para él, estar con una chica y no tratar de picarla era absurdo. Yo, por mi parte, trataba de ser galante, cortés y educado, con idéntico resultado. Debe ser que a las chicas no les gustamos los feos.
—¿No viene Victoria? —dije, por cambiar de conversación.
—No, no ha podido. Tiene un examen el lunes.
—Un examen la semana antes de navidad. Como en el colegio...
—Al menos es uno menos para la primera semana de enero. Que yo tengo un parcial y dos trabajos que entregar —dije yo.
—Dichoso tú, que tienes parciales. Yo me examino del cuatrimestre entero en Febrero.
La conversación se estaba poniendo muy deprimente, así que propuse una solución fácil: irnos de aquella taberna donde estábamos sentados bebiendo a sorbos nuestras enormes cervezas y escuchando música triste. A mí me apetecía bailar, y estaba seguro de que Blanca tenía la misma intención.
—¿Por que no nos vamos a la Catedral?
—Espera un poco. Van a venir Ignacio y todos esos.
—Joder, Javier, ya sabes que no trago a Ignacio.
—Pero sí a Marta.
Tocado. Llevaba un mes tratando de ligar con Marta Domínguez. Ya había hecho grandes progresos, pero la cosa no acababa de cuajar del todo. Aparenté indiferencia.
—¿Y no podías haber quedado con ellos en otro sitio?
—¿Qué pasa? ¿no te gusta la cerveza?
—Sí, pero como estemos diez minutos más aquí me veré obligado a pedir otra, y entonces tendréis que levantarme con grúa.
—¿Tan mal estás que te emborrachas con una caña?
—Llevo desde las doce tomando vinos.
—Joder, tú sí que vives bien.
—Oye, que era un asunto de negocios.
—Peor me lo pones. ¿Te dedicas ahora a la enología, o qué?
—Una investigación sobre un libro. Quería comprobar si un tipo tenía información sobre él; conseguí que me invitara a su casa; quedé a las doce; había allí unos amigos suyos, y he salido a las nueve con la copa en la mano, como quien dice.
—¿Pero encontraste la información?
—Como dice Max Estrella,"en el fondo del vaso".

Al final, ni Ignacio ni Marta se presentaron, pero aguantamos en la cervecería lo suficiente como para comenzar a tener ganas de volver a casa en cuanto nos metimos en otro bar. Yo estaba bastante tocado, así que cuando nos dirigíamos al tercero dije a mis amigos que sentíala necesidad perentoria de irme a dormir. Pedí un taxi, farfullé mi dirección, acompañada del habitual "entrando por la calle Atocha" que evitaba que acabara en una calle de nombre similar pero ubicada en Carabanchel u Hortaleza, y dejé que el ruido de la radio se ocupara de mantenernos despiertos a mí y al taxista. Cuando me metí en la cama, el mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, así que saqué un pie para "echar el ancla".
"Debería haber esperado un poco antes de acostarme", pensé. "Ahora tengo todo el pedo y no voy a conseguir dormirme..." Es lo que piensan todos los borrachos cuando se meten a la cama antes de haber asimilado el alcohol. Claro que, si me hubiera mantenido despierto, habría continuado tomando copas.

© 2004 José G. Moya Yangüela. You can make copies of this post for personal use if you keep this notice intact.

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